Acaso es Polly la que está muriendo. Intuye cuando la gente va a marearse, se siente tan profundamente triste cuando ha de repetir algo muchas veces, todo hasta la saciedad. Mirar y mirar a esas pequeñas zorras con la que se cruza por la calle, con sus abrigos, cubriéndolas como una aureola, esas imitaciones a pieles de animales alrededor de la capucha, las mira, caminan con sus sonrisas y sus tacones, con la juventud al borde del fracaso pero ahí, resistiendo. Cuánto las odia Polly, ojalá pudiera recogerse en un lugar pequeño, con alguna ventana al mar. No ver a nadie más, rescatarse del propio abismo que tiene dientes y collares de perlas y viajes y hoteles de lujo los veranos y cenas con vistas al mar mirando siempre a los demás, siempre a los otros, sin conversación.
Ahora no anda, se desliza. Y calcula con demasiado detalle, con precisión exhaustiva, lo que hay en cada metro cuadrado que la rodea y la contiene. No quiere francotiradores, no quiere espadas ni estetoscopios, no quiere sorpresas. No le hablen a Polly de renacer y de tai chi. Ella sobrevive, cualquier cosa que se mueva le causa pánico. Los viejos con sus llaves tintineando en los bolsillos, llaves que no abren ya nada pues viven en asilos con derecho a baño en la habitación, pánico de los carricoches y las ensenadas, los hostales y los restaurantes donde el camarero sirve, sonriente, el vino.
Él querrá irse con otra, piensa Polly, eso es seguro. Negarse cosas importantes por amor lleva sin duda al odio más cruento. A la mentira y el abandono. Polly piensa estas cosas, ella siempre piensa mal. Pero hay monedas sueltas y facturas, teléfonos que suenan a media noche, pedazos de papel roto. Mojado. Cabellos, llámalo nada. Tópicos que ahora ella puede tocar.
Están esas jóvenes con sus hijos pequeños sacando adelante familias y están los mensajes al móvil en los que él decía: Déjalo ya, olvídate del tema, esta noche nos vemos. Y debería añadir, piensa Polly, olvídate que ya me acuerdo yo, que con cada roce milimétrico te vas a enterar de lo que es el asco, ya no te quiero porque no puedes darme lo que quiero. Lo que quería eres tú pero ya no hay nada más que rascar en tu risa y en tu carne.
No hay por qué pensar que Polly no quiere tener hijos, pero es estéril como un trozo de cemento, y el corazón se ha ido parando. No sale, Polly, siempre se queda en casa. Sus amigas no telefonean, ella ve a su padre, come con él y le deja, la cena, preparada. Jornada reducida en el trabajo desde que éste enfermó. Y ve a un tipo gordo desde detrás del mostrador, con gorro de lana y siente deseos de insultarle, y no quiere ser grosera, pero hay gente que tiene los ojos pequeños y uno quiere sacárselos y ver esas canicas sobre la mesa y no pensar demasiado en nada.
Extirpar el odio, colocarlo sobre una superficie plana, mirarlo así, hecho carne. Carne que va a morirse.
Sólo quiere, Polly, y después de todo, que el odio desaparezca.
Cuando el silencio me ahoga, enciendo la radio y me llegan de un planeta lejano voces que apenas comprendo: ese mundo tiene su tiempo, sus horas, sus leyes, su lenguaje, preocupaciones, diversiones que me son radicalmente extraños.
Simone de Beauvoir.
Crónica III
Crónica II
Polly es una buena chica. Acaba su plato y siempre lo rebaña con unas migas de pan. Además le gusta tomar postre, y después, dormir unos minutos apoyada en el hombro de papá. Él ronca mucho, y se duerme pronto frente a la televisión. Entonces Polly abre los ojos y se separa, lo mira. También esa forma de sigilo tiene que ver con ella, con su forma de hacer las cosas. Mirar y quedarse con la esencia, con los pelos del bigotillo que se mueven con su respiración, la boca que se entreabre ligeramente. No tarda mucho en encender un cigarrillo en la ventana. El aire es caliente como la boca de un perro, y cuando odiar se convierte en una forma de vida de todos modos nada tiene la temperatura conveniente.
Vuelve a casa y entra en la residencia de ancianos que hay justo antes de girar la esquina, donde siempre se escuchan, desde fuera, portazos y algún grito, y hoy enferma inmediatamente porque el olor es nauseabundo, y no es que huela a viejo, debe tratarse de algún producto de limpieza nuevo y desinfectante, con aroma a flores o pinos, es así como decide no entrar nunca más a por los periódicos gratuitos que dejan en el mostrador. Eso de que los olores evocan recuerdos es tan cierto que siente miedo y aprensión hacia cualquier perfume nuevo que pueda traerla a este presente justo, en el futuro y para siempre.
Él no habrá vuelto aún de trabajar. Se empeña en quedarse hasta tarde, hacer horas. Gana dinero, seguro que se siente, de algún modo, mejor. Lo guarda en cajitas de caudales que puedes encontrar en los lugares más inverosímiles de una casa. No se fía de los bancos. Los bancos para sentarse, suele decir con un tono pagado de si mismo, como si dijera algo inteligente y gracioso.
Los bancos, para sentarse.
Ella no sabe cuándo empezó a odiar a la gente. A odiar los cabellos de esas tías, siempre mal teñidos, sus acentos de pueblo, sus cadáveres velados toda la noche, las zapatillas de ir por casa a cuadros o a perros o a flores o vaya usted a saber qué cosa a cada cual más terrible. Odia a sus hijas, con sus lunares sobre la boca, que las acompañan a las tiendas de todo a cien, a los ambulatorios. Desearía partirles la cara, cataclismo, muerte, ideación de una realidad paralela en la que sumergirse como una gran nazi emocional, devoradora de cabellos y huesos de joyas y dientes y porcelanas. El diamante en bruto perdió el brillo, nada queda de una niña a la que le gustaba cantar para si. Ahora sólo piensa en la agresividad que la pervierte, en las tazas de desayuno que compraron a juego, en el sueño de almorzar junto a él en la cocina, cerca de la ventana, con el sol entrando a duras penas, hacíendole guiñar los ojos, con la felicidad de la delgadez y los pijamas de suaves tejidos.
Se oye la puerta, casi siempre él cierra suave. Ahora no la besa, lo hará tal vez, pero más tarde, dejando caer los labios sobre los de ella como ceniza en un cenicero, con indolencia y ruina, con la inevitable caída al interior de la bolsa de basura o el desagüe en la cocina.
Deja el maletín sobre el sofá y se quita la chaqueta. Ella ha preparado algo de cenar, ha dejado un plato tapado con otro plato sobre la encimera, y al levantarlo, el vapor condensado hace que caigan, sobre la comida, unas gotas de agua. Esto a Polly le da un asco tremendo, pero al fin y al cabo no va a ser ella quien se coma esas salchichas. No tiene hambre, sólo tal vez un poco cuando él hace la digestión y se duerme y ronca o balbucea algunas palabras sueltas e idiotas. Coche camisa nevera. Palabras sueltas e inútiles. Entonces va a la nevera y busca algo que llevarse a la boca.
Él le cuenta qué tal el día, pregunta cordialmente por el padre de ella, ella responde que bien, bien, bien, todo bien. Es lo que responde todos los días. Para qué decir mal mal mal son estas las flores que me regalaste hace un mes, se están muriendo y las he dejado ahí, en la maceta, para que las veas, pero no, no las ves.
Por safrika señorita a las 11:03 p. m.
Crónica
Polly está viendo morir la luz. Cuesta admitirlo, porque suele morirse ahí, en la cabecera de la cama. Uno no suele fijarse mucho en estas cosas, se da cuenta cuando el tema ya no tiene arreglo, pero Polly está viendo morir la luz. La ve morir un poco cada día, hacerse más pequeña e ingrata, saludando ya medianamente entre un abrazo o una tos. No es que Polly sea más lista, ni más observadora, sólo ha dado la casualidad, ésta vez. Polly no quiere que la luz se muera. Haría cualquier cosa por mantenerla a salvo de la combustión lenta y porfiada, del atraco de las tazas del café, la alfombra sucia, los pelos que crecen en las piernas, el mal despertar de la siesta y los kilos de más.
Y es que uno cree que lo atrapa todo por ese sentido, siempre estúpido, de la singularidad del propio amor. Leyes de la telepatía y avances informativos. Planes y estrategias, viviendas compartidas, fundido en negro.
Pero ahí están los pedos y los berridos, lo inclasificable de algunos olores, la sangre siempre seca en la orillita de las bragas después de la menstruación, el aliento por las mañanas podría cortarse con un cuchillo y la violencia de algunas miradas podría ponerse de ejemplo para ilustrar "ataque psicológico" o "velocidad del sonido" o "aire contaminado" o "vacilación con riesgo". Así que la luz se muere, y Polly se sienta al borde de la cama, y la mira fijamente. No quiere perdérselo esta vez, no quiere que la extinción completa la pille por sorpresa.
Él no suele dar portazos así que cuando los da todo en la casa parece temblar. Las estanterías y los cuadros, la gata tuerta se que se esconde, tiende a tropezarse cuando se pone nerviosa.
Ahora Polly parece más vieja y es la encarnación misma de la rutina y el tedio. Ni siquiera es pelirroja de verdad, y aunque eso él ya lo sabía, ahora parece cobrar una importancia sustancial. Lo nimio y escondido está vibrando, detrás de la ropa ahora mismo, no hay más que ver como la ducha no es lo que era en compañía. Ya no tiene ganas de meter la barriga, sólo nota que se acartona y se despelleja viva, con todas esas cremas y unguentos para escapar de la fatalidad.
De todos modos fue magnífico juntar los libros, añadir páginas a la propia vida, páginas importantes, con todas esas letritas que justifican todo el espacio ocupado, todo el polvo que se acumula y esos árboles muertos. Hubo cosas agradables. Poner aquellos discos de vinilo ordenados por año de publicación, regalar los repetidos, escarbar en las fotos del otro hasta encontrar alguna delatora, pellizcarse para no despertar. Y los lunes por la mañana tener un móvil para llegarse hasta el trabajo.
Se ha puesto el pijama. Sigue sentada al borde la cama, y con una mano alisa la colcha. Ahora fuma menos, los estantes estallan en cuerpos de distinta hechura y se tumba despacio, los ve desde ese ángulo. Pone las manos a modo de almohadita, bajo la cara, y encoge las piernas.
El pijama es amarillo pálido.
Mañana tiene que levantarse a las siete.
Por safrika señorita a las 9:50 p. m. 9 pulsaciones
De repente hay un tío con una camiseta roja de Johnnie Walker en el salón, haciendo bricolage. Trata (con éxito y no gracias a mi) de poner unas baldas de madera en la pared, sobre los ángulos de un incierto metal.
Y además taladra. Yo siempre pensé que hacer agujeros en una casa es llenarla de huecos por los que va a morirse el sol. Apoyé siempre los espejos sobre el mismo suelo, y los cuadros están precariamente colgados por todas partes. Poner las cosas sobre los libros siempre fue una buena opción. Todo está ahora lleno de agujeros que esperan su taco, implorando por un tornillo lo bastante ancho, por sujetar, de todos modos, lo que sea.
Y además taladra. Tom Waits canta y bueno, yo mientras tanto voy ovulando, voy desquiciándome. Nunca he sido nerviosa, de verdad nunca lo he sido. Ahora sí y uno nunca sabe por qué se suceden estos cambios. Un día se rompe algo, un grifo gotea, las bombillas se funden, hay, por todas partes, electricidad estática. Quieres beber pero el alcohol te sienta mal, y el hachís te produce un sopor tal que crees que no vas a querer levantarte de la cama nunca más mientras haga frío. Este frío que no entiende de nada más que de helar las plantas de los pies y confinarnos a la ropa.
Y así andamos, ponemos baldas de madera para poner en orden los libros, para hacerlo todo más funcional. Yo ni siquiera soy capaz de sujetar una tabla de madera en alto sin protestar para que el chico de la camiseta roja de Johnnie Walker pueda hacer esos puntitos con el lápiz azul a través del agujero en la cosa de metal. Sufro de los nervios. Debería estar flaca y tener el cuello kilómetro y medio de largo, y también tener ojeras. Y ser aficionada a las infusiones y a las pastillas. Confinarme y toser a escondidas en los portales, llevar siempre pañuelos de papel en los bolsillos. Poco más o menos tener estética de histérica.
Si hasta unos niños que han venido cantando villancicos flamencos me han dado un susto de muerte al abrir la puerta, con sus panderetas y sus mofletes, todo para el caso es lo mismo.
Y él sigue taladrando. Creo que me odia. El bricolage es odio. Y cuídate de alguien que tenga todo un garaje dedicado a hacer marcos para cuadros o estanterías para cds o atriles o pretenda cambiar la tapicería de esas sillas.
Sábado por la tarde.
jueves, 6 de diciembre de 2007 | Por safrika señorita a las 5:11 p. m.
Etiquetas: Cuentos
Poema de amor con trampillas.
El hombre come apresurado
no para de moverse y envidio (con esa envidia
lúcida)
esa ligereza con la que se aproxima a los
centros comerciales
a los establecimientos a punto
de abrir
sus puertas
a la maldición de las fiestas navideñas y el calor
de hogar
como una hoguera de un infierno mediocre
CO2
Luego está el tema de la pareja estable, ese mundo
en el que dejarse
tan despacio
en esa plaga de amor los domingos en la
cuadrícula marcando negativo en las pruebas de sida
en el aliento cara a cara compartiendo el
mismo aire
hoy y mañana
te da por pensar en la apariencia desoladora
de las calles con nuevos edificios
gritando en los portales, esa esperanza
de los ancianos
cogidos
de la
mano.
Fumo cigarrillos en la puerta del ambulatorio, es cosa de mi
trabajo
Los pueblos se mezclan hasta ser uno
las personas solidarias son un gran espectáculo de
colorido
y
permanencia.
El hombre tiene conciencia se fija en el look de
las señoritas
Perdóneme por favor todo sin mala fe sólo es stress ¿puedo
quedarme
en su
regazo
para siempre?
Las gotitas van resbalando por la nariz, la bebida corre y todas las
mujeres hoy
parecen una amenaza en esta guerra de
noviembre.
Lo mejor es lo helado que está por las mañanas cuando
se mete en la cama después de desayunar, vestido y con
zapatos y me dice
- desprendes
tanto
calor
Después vuelvo a dormir, es fácil.
Parece que ha llovido pero sólo son
cristales rotos
en el suelo.
Por safrika señorita a las 3:07 p. m.
Etiquetas: Trampilla
Caída libre
Escribir en medio de la nada, la gente desvaneciéndose casi
entre mis brazos
expiran e inspiran con la suficiencia del vivo
Los bocadillos y la muerte, dar las gracias por todo
esperar una ebullición en la saliva, creer que el peso lo es
todo
querer
arrancar la cara como una máscara
lamentarse
reflejándose
en el retrovisor por la belleza que nunca existió y que se imprime
en carteles
y paneles
publicitarios
o en las universidades
entre todas esas niñas que cavan hondo su propia tumba es así
como empieza
el final de la batalla creyendo
que algo
durará para siempre.
Le das ritmo al poema, es tu propio ritmo, luchas por mantener
la puerta cerrada que no entre ese frío que ya está
dentro
que la acera se retraiga, que el mundo explote
con todos
los viejos
y los jóvenes
los animales domésticos
los oftalmólogos y periodistas.
Dale ese ritmo a tu propia caída.
Olvídate de toda la sangre
y toda la carne
de los zapatos que has de comprarte de la
convivencia y
el chico marica
de la vecina
cotilla
de su bata
negra.
Por safrika señorita a las 2:57 p. m. 8 pulsaciones
Etiquetas: Preparados para la nieve
Palabras que no nos gustan.
Dime tus palabras odiadas pinchando aquí, voy añadiendo las que me enviais.
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