EL RESFRIADO
(Porque parece un delito)
Yo era ese típico niño muy canijo para su edad, ya saben.
Aquel día llevaba la cara pintada como un tigre, y cogía carrerilla en el pasillo del hospital dejándome caer al suelo de rodillas y resbalando así por las baldosas pulimentadas.
Mi madre estaba muy delgada y fumaba todo el tiempo, lo hacía con fruición, encogiendo las mejillas con cada calada. Se le marcaban más los pómulos. Eran unos bonitos pómulos después de todo para la poca carne que tenía, pero al fumar sobresalían demasiado, y ella parecía que iba a desaparecer de un momento a otro. Tenía el cabello rubio y liso, la recuerdo con unas botas marrones de tacón alto y aquellos vaqueros ajustados. Los hombres la miraban, ya saben. Yo me sentía celoso, pero por entonces no identificaba esa sensación, sólo sabía que aquella mujer era mía, y nadie más debía ni siquiera rozarla. En el hospital no se podía fumar. Ella se frotaba las manos, muy elegante, ya saben. Pero se las frotaba con ahínco. Llevábamos allí más de una hora, ella ya tenía mono de nicotina pero aguantaba estoicamente, todo porque yo tenía fiebre. Mi madre era una buena madre, sí. De esas que te llevan al pediatra y se sacrifican sin más.
Este día fue importante, muy importante. Yo tenía ocho años y descubrí que me gustaban las gordas. Fue cuando entró aquella mujer. De cabello espeso y rizado, las tetas generosas y con unos brazos fuertes, que extendió hacia su hijo cuando este estaba a punto de caer como un tronco cortado por un hacha, salvándolo de estrellar el morro contra el suelo, como una diosa enorme que extendía su mano salvadora.
Quedé petrificado, ya saben. Un niño con la cara pintada, como un tigre.
Mirando embobado a aquella mujerona grandísima y de cabello llameante. Sonreí cuando ella se sentó en aquella silla blanca de plástico y me miró.
Su hijo, un crío de dos años o así, comenzó a corretear arriba y abajo intentando imitar mi estilo al caer de rodillas sobre el suelo y resbalar al menos un metro sobre los pantalones. Y sentí de algún modo que aún no comprendo, que debía aprovechar la ocasión. No me pregunten cómo, sólo tenía ocho años. Pero ella nos miraba y se reía, jugaba con las teclas del teléfono móvil, sacaba un libro de un bolso también enorme, leía, levantaba la vista, volvía a leer. Vigilaba a su hijo, ya saben, creo que también se trataba de una buena madre.
Y bueno, no sé cómo pero la miré fijamente. Un niño de ocho años puede mirar muy fijamente, hoy lo sé. Y dije
-Hola.
Y comencé a andar pasando por delante de ella, seguí mirándola y ella mantuvo la mirada.
Quedé de pronto como imbécil. Tuve que sentarme al lado de mi madre y quise esconderme detrás de ella pero era tan delgada que aquello parecía una tarea imposible. Por aquellas la mujer gorda había dejado de mirarme pero yo ya nunca podría sacármela de la cabeza. Mi madre me pareció a partir de entonces algo menos bella. Y aunque intenté por todos los medios que se atiborrara de comida, dejando incluso de comer proponiéndole aquello de un bocado cada uno, todo por que comiera, ya saben. Ese juego que en mi caso no fue más que pura manipulación. Pero nada.
Fue ese día, lo recuerdo como si fuera ayer. La carne rosada y que parecía caliente, el cuello donde esconder la nariz, los movimientos casi implacables, el carácter afable y complaciente, pero duro y rencoroso a la vez. Todo eso, saben, Sin tópicos.
Sencillamente me gustan las gordas. Me enamoro de todas y cada una de ellas.
Por la calle, en el súper, en los cafés.
Quiero meterme en ellas, en sus vaginas y en sus mentes. Envolverme en sus carnes. Ser parte de lo que comen.
No sé, saben. Tenía ocho años, pero lo recuerdo muy bien.
Fin
****
Caminabas por la arena con aquellos papeles
los agitabas, y te subías, desnudo, las gafas.
Resolviste por fin aquella operación
matemática.
Y fue cuando yo, sonrosada por el sol de junio y esquiva
como una ráfaga de aire ante decenas de pájaros muertos
hice un círculo con las manos y respiré hondo.
Quise llamarte mi amor y comprar un nido hecho con
miles de ramas.
Hubo un silencio de animales al acecho, y con
el cuchillo aquella
terrible muesca en la madera justo al lado de mi nombre.
(Quería fantasear sobre el futuro verano
pero no sale más que toda la desdicha
de convertirme en polvo)
Cuando el silencio me ahoga, enciendo la radio y me llegan de un planeta lejano voces que apenas comprendo: ese mundo tiene su tiempo, sus horas, sus leyes, su lenguaje, preocupaciones, diversiones que me son radicalmente extraños.
Simone de Beauvoir.
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