La chica del diente partido se sumó a la acción terrorista pasadas las tres de la tarde. Se acercó al joven del partido y le comunicó su decisión cuando este cerraba la carpeta que contenía todos los datos. La fecha, el lugar, quien, como, cuando.
Después volvió a casa caminando, hirviendo bajo el sol de la tarde. Sudando la camiseta.
Nadie podía sospecharlo. La jovencita gorda y cargada de tensión muscular, había dado un paso importante. Participación directa. Esa sería la primera vez.
En casa se sentó en el sofá y puso los pies encima de la mesa. Dando un respingo se encendió un cigarrillo y rebuscó en la mochila. Sacó la Glock. La sostuvo en la mano unos segundos. Después la dejó en la mesa, junto a sus pies. Y haciendo pequeñas volutas de humo, miró esa extraña combinación de pies desnudos y pistola preguntándose qué estaría haciendo él ahora. Con quien.
Apuró el cigarrillo al máximo, hasta que el olor y el sabor de la combustión le resultó desagradable. Descalza, fue hasta la nevera y comió delante de la puerta abierta, un yogur desnatado, haciéndole un agujero en la base y aspirando con fuerza a través de él. El frescor de la nevera era agradable en su pecho, en sus muslos.
El tiempo pasó deprisa, quedaban ocho horas.
Le esperó a la salida del restaurante. Un compañero esperaba en un coche justo enfrente, en una pequeña callejuela que iba a parar al cauce del río y a una gran avenida con poco tráfico a aquellas horas. Todo estaba planeado. Ella iba a hacerlo.
Tomás salió agarrado de la cintura por aquella chica francesa de ojos azules y piel blanca. Ella la odiaba. Odiaba sus vestidos elegantes, su carácter apacible, sus pestañas largas y tiesas. Comenzó a andar hacia ellos con las manos en los bolsillos. Trás una esquina se puso el pasamontañas y con pasos rápidos y seguros se encaró a la pareja y disparó. Le disparó a él, y después a ella.
A él en la frente, a ella en la cara. Muertos. Montó en el coche y desapareció por la estrecha calle.
En los ojos de él, el segundo antes de disparar, vio que la había reconocido. Porque unos ojos que llegan a amarse y a odiarse en tan poco tiempo no pueden olvidarse facilmente. Ni un gesto, ni una manera de andar.
Pero nadie debía saberlo nunca. Nadie. Ni siquiera ella, que se echó a dormir y en tres minutos ya no supo nada.
El joven diplómatico estaba muerto. Su joven novia francesa también.
La chica del diente partido era una terrorista.
EL DÍA QUE ME CRUCÉ CON CHARLES MANSON por ALEXANDER DRAKE
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Domingo 15 de diciembre de 2019, 12:33 del mediodía. Cruzo el puente del
Kursaal en dirección al Centro y justo en medio veo a un chico joven con
pinta d...
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